Candlelight Burritos
Al norte de New York, en octubre del 2012. Cuando terminó mi última clase de la semana, solo podía
pensar en ir a la ciudad para presenciar el Huracán Sandy. Los huracanes se desarrollaban en el Caribe y
el Golfo de México; las aguas cálidas ayudan a formar estas tormentas tropicales, y a medida que llegan
a tierra, su fuerza disminuye y se van extinguiendo. De forma inverosímil , Sandy ascendió por la costa
este y logró mantenerse mientras se acercaba al noreste, suponiendo una amenaza real para la ciudad de Nueva York. Se esperaban fuertes vientos, inundaciones y todos los efectos meteorológicos habituales. A pesar del peligro y la incertidumbre que planteaba la tormenta, mis amigos y yo sentíamos una curiosidad infinita por el destino que aguardaba a la gran manzana y decidimos ir en contra de cualquier sugerencia de quedarnos en casa o evitar ciertas zonas. La idea de que la ciudad más importante y funcional del mundo se encontrara repentinamente en un estado tan vulnerable era intrigante.
Por otro lado, egoístamente nos divertía la noción de una Gotham distópica post-Sandy. Tras el 11 de septiembre, Nueva York fue sometida a medidas extremas de seguridad, control y vigilancia. La mayoría de mis amigos íntimos de entonces crecieron debajo de Canal Street y se vieron directamente afectados o temporalmente desplazados por los atentados del 11 de septiembre. El allanamiento de propiedad privada y pública, y las distintas formas de vandalismo eran frecuentes fuentes de diversión. Estábamos respondiendo a la securitización y a la agresiva reurbanización del bajo Manhattan. Era nuestra noción de ocio en ese tiempo y lugar. Existía una actitud subversiva colectiva que explica por qué teníamos esta fantasía morbosa de experimentar la ciudad en un estado tan impredecible. En última instancia, la ciudad estaba bien equipada para hacer frente a la amenaza terrorista, pero irónicamente mal equipada para hacer frente a las catástrofes naturales; algo sorprendente debido a la geografía de los 5 distritos y su proximidad al mar.
Quedamos en Tribeca el lunes 29 de octubre, el día en que se esperaba la llegada de la tormenta, y
convencimos a un amigo para que cogiera sin permiso el coche de su padre y cruzara el puente de
Brooklyn en un intento de llegar a Coney Island. En algún punto del camino nos paró un policía de tráfico
al que vimos forcejear y casi salir despedido como una planta rodadora. A través de la lluviosa ventana,
las gotas fragmentaban todas las escenas que tenían lugar en el exterior, y el clima extremo tenía un
efecto desorientador en el que apenas se reconocía todo lo que nos rodeaba.
Era hora de volver a casa de nuestro amigo de la calle Warren, cuyo coche paterno utilizamos para
la expedición. Poco después, se fue la luz y todo quedó a oscuras; hubo una explosión en la planta de
Con Edison de la calle 14 Este, que suministraba electricidad a todo el bajo Manhattan. El apagón había
comenzado y el centro de la ciudad se sumió en la oscuridad. Cuando volvimos a salir, decidimos dirigirnos hacia la autopista West Side, que se había convertido en una extensión del río Hudson. Cuando el agua me llegó a las rodillas, decidí regresar. Las calles nunca habían estado tan desoladas. Se convirtieron en vacíos infinitos; vivíamos bajo una sombra omnipresente y la noche nunca había sido tan amenazadora. En contadas ocasiones se veía algún apartamento apenas iluminado por la luz de las velas. Al día siguiente presencié un éxodo de gente que escapaba del centro hacia zonas que aún tenían electricidad por encima del centro. Mientras caminaba por Church Street para reunirme con unos amigos, vimos un restaurante mexicano regentado por chinos, el único de comida rápida que estaba abierto de algún modo. Comimos burritos cocinados a la luz de las velas, FIN.
Cy Schnabel