El título de esta muestra está tomado de un poema del poeta checo de expresión alemana Rainer Maria Rilke que aparece en su “El Libro de las Horas”. El poema empieza así:
Querida tierra que oscurece,
con paciencia soportas los muros que construimos.
Tal vez permitas que las ciudades continúen una hora más
y concedas aún dos horas a iglesias y monasterios
y a los que trabajen — quizás dejes que su labor les absorba
otras cinco horas, o siete.
Antes de que vuelvas a ser bosque, agua y crecimiento salvaje,
en ese momento de terror inconcebible
en el que retires tu nombre de todas las cosas.
(….)
Lejos de sembrar el miedo, Rilke asume la condición de extrema vulnerabilidad para formular una promesa:
Dame un poco más de tiempo.
Quiero solo un poco más de tiempo porque voy a Amar a las cosas
como nadie ha osado amarlas,
hasta que sean reales,
y dignas de ti.
(….)
Cuesta trabajo mirar el presente sin dolor, sin la sensación de que toda iniciativa que tomemos parezca mínima, insignificante, en comparación con la escala de los cambios que acontecen. ¿Cómo pedir tiempo para querer de otro modo? ¿Cómo vamos a ser capaces de sostener los vínculos de confianza, prodigar los gestos de apoyo, hacer uso de un lenguaje certero, preciso, desprovisto de violencia y de rencor? Hace ya mucho que la contemplación a la que nos anima el arte ha dejado de ser un ejercicio de estética para pasar a ser un ejercicio colectivo de ética de la introspección. La ética es una disciplina normativa: está siempre abocada a la pregunta qué debemos hacer. Debemos ver las cosas tal como son, sin amoldar nuestra visión de la realidad a nuestros deseos, a lo que quisiéramos que fuese. Debemos valorar todas las posiciones, incluso las más radicales y enfrentadas, para poder acceder a una comprensión del mundo. Debemos soportar a los demás, aunque éste pueda ser un ejercicio amargo, casi insufrible. Debemos fomentar los destellos, los momentos que se ofrecen a la intuición y nos permiten —por un segundo— entrever una salida a las posiciones monolíticas.
Es cierto, confío ciegamente en que el arte —y la posibilidad de encontrar lenguaje a partir del espacio que crea con su presencia— es capaz de hacernos salir del mal hábito de repetir lo que todos dicen y hacer muy poco por mejorar las cosas que nos quedan más cerca. El arte genera —yo, por lo menos, lo he sentido así— motivación para encontrar un lenguaje que nos capacite para hablar de otra manera y ver si así hay posibilidad de ganar un poco más de tiempo, de enderezar el resentimiento hacia sentimientos más amables, de suavizar la dureza que constantemente nos acecha.
Es esta una exposición de artistas a los que admiro por su capacidad de proporcionar agudeza y sentido desde la superficie de la pintura o de la materia. Todos tienen en común una ambición de profundidad, sin que ello haga que la obra sea pesada u obtusa. Todos observan, para luego formular hipótesis y sistemas que se realizan en la obra misma sin necesidad de muchos argumentos o palabras. En todos aflora una inclinación a la emotividad, a la importancia de la expresión en la obra para llegar hasta nosotros. Terminó citando al filósofo rumano Emil Cioran. Al final de una conversación con Cioran sobre su vida, su obra, sus miedos y placeres, cuando François Bondy ya se disponía a salir de casa de Cioran, éste le advierte, le insiste: “No olvidé decirles que soy un marginal, un marginal que escribe para hacer despertar. Repítaselo, mis libros pueden hacer despertar”. Me encanta esta pequeña historia de un pensador conocido por su pensamiento nihilista y pesimista que sin embargo apela, con convicción, a la posibilidad de hacer despertar.